lunes, febrero 22, 2010

Diálogo (cruel) entre actores jóvenes

-Hola, cuánto tiempo sin verte.

-Ya lo creo, ¿cómo estás?

-Bien, muy bien.

-¿Si? ¿Estás haciendo algo?

-Acabo de rodar un capítulo de una nueva serie de televisión.

-¡Guay! ¿De qué va?

-De esas de forenses y policías que están de moda.

-Genial, tío. ¿Qué personaje?

-Hago de yonki muerto, tío, genial.

-¡Guay, guay!

-Un personaje lleno de matices, tío. Fantástico.

-¿Tienes mucha frase?

-No, tío, que estoy muerto, pero ¡no veas cómo me he entregado en el personaje!

-Lo creo, eras muy bueno ya en la academia de arte dramático.

-¿Y tu?

-Estoy ensayando una obra en el teatro de la Alcantarilla, genial, tío.

-¡Qué guay! Cuánto me alegro.

-Estrenamos en un mes.

-¿Tienes mucho texto?

-Hago de camarero y digo: “La cena está servida”.

-¡Genial, tío!

-Y lo digo dabuti, oye, con una prestancia, un estilo...

-Es que tú eres hombre de teatro, es genético lo tuyo.

-¿Quién nos iba a decir en la academia que a estas alturas ya tendríamos unos papeles tan guays, ¿eh?

-Desde luego, tenemos una suerte loca, tío...

miércoles, febrero 17, 2010

El convento de san Plácido

Todo el mundo sabe que el convento de san Plácido está en la calle de san Roque, en Madrid. Pero quizá no todos sepan que a los cinco años de su fundación, en 1623, en este cenobio de las monjas de la Encarnación Benita sonaron campanadas escandalosas de extrañas novedades tan del gusto de nuestra historia eclesiástica.

Se dijo que casi todas las monjas (veinticinco de las treinta que había) estaban endemoniadas. Y entre ellas la priora y fundadora, Doña Teresa de Silva, moza de veintiocho años y noble linaje.

Fue éste, negocio de la mística alumbrada, tan proclive a perdonar los pecadillos de alcoba entre expertos confesores solicitantes y doñas debidamente solicitadas. Pedir -discurrirían aquellos clérigos- poco cuesta, pues el no lo llevas gratis y cualquier revolcón, por decepcionante que resulte, merece el riesgo de recibir un cachete de manos blancas.

Voy a dejar que la galantería me obnubile el juicio al relatar maremágnum tan galante: La culpa no fue de las cándidas religiosas, sino del lujurioso confesor Fr. Francisco García Calderón natural de Barcial de la Loma, en Tierra de Campos, y con cincuenta y seis tacos de almanaque a la espalda, que por aquel entonces mandaba intramuros del convento, quien aprovechando su autoridad se pasó por la piedra a las pupilas, empezando por la priora y siguiendo en orden alfabético o cronológico -quién sabe- hasta calzarse a casi toda la comunidad. Quizá las cinco que se libraron fueron más dengues o inoportunas como para resistirse.

Imaginen cómo de felices y retozonas iban las inocentes de san Plácido de pastoforio en transepto, hasta que el Santo Oficio juzgó necesario tomar cartas en el asunto, pues en su “intento” de exorcizarlas, llevaba el antedicho García Calderón tres años (de 1628 a 1631) entre visajes y conjuros. Tal música de somieres llevó a las cárceles secretas de Toledo al confesor, la priora y las monjas.

Tras varios incidentes de recusación, fue sentenciada la causa en 1633, declarando al padre Calderón “sospechoso de haber seguido a varios herejes, antiguos y modernos, especialmente gnósticos, agapetos, y nuevos alumbrados, y los errores de los pseudo Apóstoles, los de Almarico, Serando y Pedro Joan”.

Por más que Fr. Francisco negó lo de ser alumbrado ni hereje y dijo que en los actos libidinosos había procedido “como flaco y miserable”, sin pensar ni dogmatizar que fuesen buenos. Se le condenó a abjuración de vehementi, a sufrir ciertos disciplinazos y a reclusión perpetua en la celda de su convento. Las monjas abjuraron de levi y se las repartió por varios conventos con diversas penitencias.

Diez años después, el Tribunal aceptó la apelación de la priora, quien hizo constar que todo fue una maraña urdida por Fr. Alonso de León, enemigo acérrimo del confesor, y por el comisionado de la Inquisición, Diego Serrano, que aturdió a las monjas y las hizo firmar cuanto él quiso. La priora probó hasta la evidencia que jamás había penetrado en el convento la herejía de los alumbrados, ni otra alguna. Que el confesor las exorcizaba de “buena fe”, pero que quizá todo fuera debido a causas naturales (fenómenos nerviosos, que diríamos hoy).

La Inquisición mandó revisar los autos, hizo calificar de nuevo las proposiciones por los más famosos teólogos de varias órdenes y por sentencia de 5 de octubre de 1638 restituyó a las monjas en su buen nombre, crédito y opinión, dándoles testimonio público de esta absolución. Del confesor nada se dijo, lo cual da a entender que no le alcanzó el desagravio.

Saque cada cual sus conclusiones sobre qué tenía peor prensa: la herejía o la líbídine (cachondez, en román paladino).

Si les ha gustado este episodio sobre el convento de san Plácido, me lo dicen. Pues queda un segundo igualmente jugoso.